lunes, 16 de noviembre de 2009

59.- Cielo sin azules
No olvido la noche en que el mar despertó de pronto hasta hundir el barco que me llevaba a una dehesa paradisíaca. Allí pastaría a mis anchas y abastecería de leche a toda una aldea.
Pero la espuma me envolvió, tragué agua e inicié un baile forzoso con las olas al son de chapoteos desacompasados que presagiaban la tragedia. La agonía fue rápida.
Desde entonces, cuando la luna empieza a desperezarse, me siento frente al mar, con una corona de algas sobre mi cornamenta y admiro la belleza con mis ojos hundidos. El verdín de mis cuencas resalta sobre el tono plomizo de mi piel, igual que mis labios amoratados. Algunas conchas se adhieren a mi cuerpo gris ceniza, hinchado por el agua. Mis partes carnosas se pudren y apestan. Los bañistas huyen asustados. Por eso voy a la orilla al anochecer.
Amo el gris de este cielo sin azules.

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